Eran las 7 de la mañana del miércoles 28 de Octubre; mi papá y yo salíamos bien abrigados para enfrentarnos al frío matutino de aquella mañana de 1992. Llegamos a recargarnos en los helados muros de la taquilla del tendido de sombra de la Plaza México con la esperanza de poder conseguir los preciados boletos que nos permitirían presenciar la que se auguraba como una de las mejores corridas de toros de la temporada de aquel año. Después de un par de horas en la fila, finalmente logramos nuestro objetivo: 4 boletos de entrada para la corrida del día de muertos.

Fué el último día que pasé con mi padre y hoy se cumplen exactamente 16 años de esos imborrables recuerdos.
Mucho más atrás en el tiempo me acuerdo de la primera fiesta de disfraces a la que me invitaron; perdón, debo aclarar que la invitación fue para mi madre. Era una fiesta de adultos pero debían llevar a los niños disfrazados para ambientar la fiesta del día de muertos y de paso la de Halloween.

Debí haber tenido más o menos cinco o seis años de edad. Mis padres siempre en su ambiente de médicos tenían multitud de amigos médicos y enfermeras, las comidas en casa siempre tenían de sobremesa conversaciones de cirugías propias de hospitales de gineco-obstetricia de manera que cuando cumplí 15 años ya sabía el procedimiento para partos normales y cesáreas. Me imaginaba yo con mis 5 minutos de fama en algún noticiero o en alguna nota periodística después de haber atendiendo a alguna parturienta en plena calle o en las escaleras del metro.
Así las cosas, en la víspera de la fiesta y sin disfraz aún, mi madre se quebraba la cabeza pensando en solucionar el problema de mi outfit. Fue en la cena cuando a las neuronas de mi papa, que ya también trabajaban para resolver el problema, se les ocurrió una brillantísima y sencilla idea que fueron expresadas por su boca diciendo: "no te preocupes, mañana me traigo unas vendas del hospital y lo disfrazamos de momia".
¡De momia fué que decidieron disfrazarme para mi primer Halloween oficial!
Unos minutos antes de partir a la fiesta llegó el momento de caracterizarme de momia. En mi infantil mente me imagine vestido como faraón digno de rivalizar con Ramsés II o el mismísimo Tut-Ank-Amón. Se acerco mi madre y yo no veía ningún mascarón dorado, algún cetro de oro o algo que portaran los faraónes que había visto en enciclopedias; solo traía la promesa cumplida de mi papá: varias vendas enrolladas y un par de marcadores indelebles, uno rojo -para la sangre- y uno negro -para las cicatrices-.Jamás imaginé que terminaría envuelto en vendas, en un intento de representar al inmortal Boris Karloff interpretando a Im-ho-tep en la película La Momia del año de 1932.
