Estas fechas próximas en las que vívidamente se festeja el Día de Muertos -bajo la multifusión de creencias paganas pluriculturales cuyo origen se ha perdido en la oscuridad de la ignoracia a través de la densa nube de los tiempos y de la que, en general, ya no importan sus verdaderas raíces- siempre me remueve el archivero de la azotea trayéndome muchos recuerdos que ahora también les comparto.
Eran las 7 de la mañana del miércoles 28 de Octubre; mi papá y yo salíamos bien abrigados para enfrentarnos al frío matutino de aquella mañana de 1992. Llegamos a recargarnos en los helados muros de la taquilla del tendido de sombra de la Plaza México con la esperanza de poder conseguir los preciados boletos que nos permitirían presenciar la que se auguraba como una de las mejores corridas de toros de la temporada de aquel año. Después de un par de horas en la fila, finalmente logramos nuestro objetivo: 4 boletos de entrada para la corrida del día de muertos. Teníamos hambre y nos fuimos a comer unos sopes a una famosa fonda ubicada en la Calle 9 de la Cd. de México; después del frío, la espera y la emoción por haber conseguido esos billetes -como les llaman en España- , los sopes nos sabían a gloria olímpica. No recuerdo más de ese día excepto que esa misma noche cenamos, en familia, unos hotcakes esponjaditos y humeantes con mantequilla derretida y miel sobre ellos.
Fué el último día que pasé con mi padre y hoy se cumplen exactamente 16 años de esos imborrables recuerdos.
Eran las 7 de la mañana del miércoles 28 de Octubre; mi papá y yo salíamos bien abrigados para enfrentarnos al frío matutino de aquella mañana de 1992. Llegamos a recargarnos en los helados muros de la taquilla del tendido de sombra de la Plaza México con la esperanza de poder conseguir los preciados boletos que nos permitirían presenciar la que se auguraba como una de las mejores corridas de toros de la temporada de aquel año. Después de un par de horas en la fila, finalmente logramos nuestro objetivo: 4 boletos de entrada para la corrida del día de muertos. Teníamos hambre y nos fuimos a comer unos sopes a una famosa fonda ubicada en la Calle 9 de la Cd. de México; después del frío, la espera y la emoción por haber conseguido esos billetes -como les llaman en España- , los sopes nos sabían a gloria olímpica. No recuerdo más de ese día excepto que esa misma noche cenamos, en familia, unos hotcakes esponjaditos y humeantes con mantequilla derretida y miel sobre ellos.
Fué el último día que pasé con mi padre y hoy se cumplen exactamente 16 años de esos imborrables recuerdos.
Mucho más atrás en el tiempo me acuerdo de la primera fiesta de disfraces a la que me invitaron; perdón, debo aclarar que la invitación fue para mi madre. Era una fiesta de adultos pero debían llevar a los niños disfrazados para ambientar la fiesta del día de muertos y de paso la de Halloween.
Debí haber tenido más o menos cinco o seis años de edad. Mis padres siempre en su ambiente de médicos tenían multitud de amigos médicos y enfermeras, las comidas en casa siempre tenían de sobremesa conversaciones de cirugías propias de hospitales de gineco-obstetricia de manera que cuando cumplí 15 años ya sabía el procedimiento para partos normales y cesáreas. Me imaginaba yo con mis 5 minutos de fama en algún noticiero o en alguna nota periodística después de haber atendiendo a alguna parturienta en plena calle o en las escaleras del metro.
Así las cosas, en la víspera de la fiesta y sin disfraz aún, mi madre se quebraba la cabeza pensando en solucionar el problema de mi outfit. Fue en la cena cuando a las neuronas de mi papa, que ya también trabajaban para resolver el problema, se les ocurrió una brillantísima y sencilla idea que fueron expresadas por su boca diciendo: "no te preocupes, mañana me traigo unas vendas del hospital y lo disfrazamos de momia".
¡De momia fué que decidieron disfrazarme para mi primer Halloween oficial!
Unos minutos antes de partir a la fiesta llegó el momento de caracterizarme de momia. En mi infantil mente me imagine vestido como faraón digno de rivalizar con Ramsés II o el mismísimo Tut-Ank-Amón. Se acerco mi madre y yo no veía ningún mascarón dorado, algún cetro de oro o algo que portaran los faraónes que había visto en enciclopedias; solo traía la promesa cumplida de mi papá: varias vendas enrolladas y un par de marcadores indelebles, uno rojo -para la sangre- y uno negro -para las cicatrices-.
Jamás imaginé que terminaría envuelto en vendas, en un intento de representar al inmortal Boris Karloff interpretando a Im-ho-tep en la película La Momia del año de 1932.
Vistiendo solo calzones, playera y calcetines, envuelto en los vendajes de la momificación casera casi no podía doblar ninguna de las coyunturas del cuerpo, ni los codos, ni las rodillas, ni nada; no se me pusieron las manos y los pies morados porque, con sus conocimientos de enfermería, mi madre sabía exactamente cuanta fuerza aplicar a los vendajes. Solo tenía los ojos, la boca y los dedos descubiertos, cual paciente de accidente aéreo. Como pude y sin disfrutarlos tomé refresco y comí pastel, pero aún no llegaba lo peor.
A nadie se le ocurrió que a la impresionante momia le dieran ganas de ir al baño. Juro que aguanté lo más que pude, si no tuve una infección de riñón por tanto aguantar fue por gracia divina -seguramente algún ser divino sí había podido ir al baño a descargar el producto de los ataques de risa que yo, simple mortal, le estaba causando al intentar mal copiar a la inmortal Momia.
Y fuí al baño.
Hice.
Y ya no pude recomponer mi disfraz de Im-ho-tep, digo de momia pirata. Mi madre me regañó por arruinar el difraz diciéndome, con el expertise de una enfermera altamente calificada como ella es, que solo moviendo un par de vendajes hubiera podido hacer pipí sin arruinar "el traje de momia".
Y lloré.
Y terminé como un vil mendigo andrajoso con los harapos desgarrados sollozando hundido profundamente en un sillón de la sala de la fiesta.
Ahora detesto las vendas.