Cuando coloqué por primera vez mi ojo derecho en el teleobjetivo del telescopio que mi padre me regaló cuanto cumplí 8 años, tuve la misma sensación; no puedo describirla, pero la sonrisa de mi papá en la oscuridad de la noche iluminó su rostro y con ello marcó una parte muy importante en mis recuerdos.
Caminábamos juntos en largos paseos nocturnos, siempre tomados de la mano. Lo hacía firme pero gentilmente y yo podía sentir sus dedos acariciando mi pequeña mano en una forma condescendiente mientras respondía mis innumerables preguntas referente a los objetos celestes que observábamos por el telescopio, pero esa caricia siempre se acentuaba cuando, casi invariablemente, concluíamos hablando de la posibilidad de vida en los confines del cosmos.
Recuerdo su siempre cálida respuesta que mencionaba la imaginación, la calidez del corazón, la responsabilidad, la honestidad y muchos otros valores similares, cosa que me daba pie a seguir preguntando mientras le observaba desde mi corta estatura caminando tomados de la mano de regreso a casa.
Si él estuviera aquí ahora después de 30 años, no lo creería, su palabras resuenan en mi cabeza y recordar aquellas preguntas inocentes que le hacía solo provocan que escuche una voz que no se de donde viene y que solo me dice “ten paciencia y no tengas miedo”. Le respondo que no tengo miedo. Pero miento, no es normal que un pequeñín gris de tres dedos y cabeza enorme con mas de 160 años de edad me lleve caminando por la mitad de la carretera y a media noche rumbo a la luminosa entrada de lo que creo que es su nave espacial.
Tantas veces que subí a la azotea del edificio acompañado siempre de mis binoculares y una coca cola –para estar bien despierto- en una infructuosa búsqueda de ovnis en el firmamento citadino; ja ja ja, !que pérdida de tiempo¡, de haber sabido que la selección era solo por el escrutinio del alma hubiera ido mas seguido a la farmacia a jugar maquinitas de navecitas con la morralla de las tortillas.